En 2019 me aventuré en un viaje al otro lado del mundo, sola y con un objetivo: correr el maratón de Berlín. Sinceramente, no sabía qué me daba más ansiedad: si haber decidido irme sola o correr el maratón sin mis amigos y el apoyo de mis compañeros de running.
El plan original era viajar en 2018. Ese año había ganado la lotería para correr el maratón (es un sorteo donde, si eres afortunado, procesan tu pago y quedas registrado para participar). Sin embargo, me lesioné el tobillo y tuve que posponer mi viaje para el año siguiente. Afortunadamente, me permitieron mover mi registro del maratón, así como las reservas de hospedaje, y los vuelos con un cargo extra por cambio de fecha. A veces así es la vida: tenemos un plan, con amigos y todo reservado, pero los imprevistos nos obligan a tomar decisiones por nuestro propio bien. La verdad es que no hubiera podido correr con mi lesión, y faltaban solo tres meses para el viaje. La decisión fue la mejor, aunque eso significaba que al siguiente año viajaría sola.
Me aseguré de preparar todo: hospedaje, trenes, autobuses, itinerarios y horarios. Pero, al viajar sola, también me preocupaba el idioma. Muchos me decían que con mi inglés podría sobrevivir, que no necesitaba aprender alemán. Yo no estaba tan segura, así que hice un plan: practicar mi inglés todos los días y aprender lo básico de alemán.
Los meses previos a mi viaje fueron todo un proceso: no solo entrenaba y me preparaba para el maratón, también estudiaba inglés, tomaba clases de alemán y organizaba cada detalle de mi viaje, asegurándome de que nada se me olvidara. Estando sola, si algo pasaba, yo sería la única responsable, así que también contraté un seguro médico que cubría hasta el día de la carrera (muchos seguros no incluyen eventos deportivos, por eso es importante informarse bien antes de adquirir uno).
“Disfruta el proceso”, me repetía cada día. Para mantenerme motivada, todas las noches veía un video sobre Berlín o alguna de las otras ciudades que visitaría. Me levantaba a las 6 a.m., entrenaba en Viveros de Coyoacán, regresaba a casa, me bañaba, desayunaba, iba al trabajo, estudiaba inglés, tomaba clases de alemán, comía a mis horas y dormía mis ocho horas. Al final, todo valió la pena: estaba lista para viajar sola y correr mi tercer maratón.
Volé de Ciudad de México a Cancún con Volaris, hice una escala de seis horas y luego tomé un vuelo de Cancún a Frankfurt, Alemania. Algo curioso fue que estuve a punto de quedarme sin vuelo: días antes, la aerolínea Thomas Cook Airlines anunció que cerraría, pero afortunadamente Condor Airlines se encargó de operar los vuelos pendientes, incluido el mío.
Al llegar a Frankfurt, tomé el metro y luego un tren hacia Berlín. En el camino conocí a otros corredores, sobre todo latinos, que también iban con el objetivo de correr el maratón. Llegué a Berlín alrededor de las 9 p.m. y desde la estación caminé hasta mi hospedaje, un Airbnb en un barrio muy lindo que me recordó a la Condesa de CDMX. Era tarde, pero encontré una pizzería abierta, cené, me di un baño y me fui a dormir.
Al día siguiente recogí mi paquete del maratón en Tempelhofer Feld, donde había toda una expo para corredores. La experiencia me encantó. Siempre había escuchado que los alemanes eran serios y fríos, pero desde mi primer día en Berlín, incluso perdiéndome en el metro, encontré personas muy amables. Recuerdo a una señora que, con mucha paciencia y usando mi poco alemán, me explicó cómo llegar a un lugar (ella no hablaba inglés). Por la noche hice mi cena de carbohidratos en la misma pizzería del día anterior y me fui a descansar.
Finalmente, llegó el gran día. Me alisté con mucha emoción y algo de miedo: mi tobillo estaba mejor, pero temía que a mitad de carrera me molestara o no pudiera terminar. Decidí dejar esos pensamientos a un lado y concentrarme en mi objetivo.
La carrera comenzó cerca de la Catedral de Berlín (Berliner Dom). El clima era bueno, había gente animando por todos lados y corredores de muchos países con sus banderas y música. Todo iba bien hasta que, de repente, comenzó un aguacero. Me enojé mucho porque había dejado mi chamarra para no cargarla. Mis pies estaban empapados y no sabía si corría o nadaba. Bajé el ritmo para no detenerme, porque si lo hacía, sabía que me daría frío, hambre y ganas de rendirme. Seguí comiendo mis geles, hidratándome, y cuando la lluvia se convirtió en llovizna, me sentía mentalmente agotada. En el kilómetro 24 pensé: “corre hasta donde puedas, y ahí te detienes”.
Pero algo cambió cuando vi a corredores con discapacidades dándolo todo. Me dije: “Si ellos no se rinden, ¿por qué lo haría yo?”.
Mi verdadero punto de quiebre llegó en el kilómetro 35. Estaba muy mal, y para colmo, la barredora estaba detrás de mí. Nunca me había pasado estar tan cerca de quedar fuera. Si no terminaba en menos de seis horas, no recibiría mi medalla y probablemente encontraría la meta desmontada. Algo dentro de mí se encendió y decidí darlo todo. La lluvia había cesado, y pensé: “Es todo o nada, es la última parte”.
En el camino, personas animaban a los últimos corredores, y algunas bandas aún tocaban música para motivarnos. Sí, yo era una de esas últimas, pero no importaba: con las piernas acalambradas y la mente en otro planeta, cuando reaccioné ya estaba en el kilómetro 40, a solo 2 kilómetros y 195 metros de la meta.
Cuando vi la Puerta de Brandeburgo, las lágrimas se me salieron. Al fin estaba llegando, lo había logrado: 42 km y 195 metros, objetivo cumplido.
Más allá de la carrera, me demostré que podía enfrentar mis miedos, adaptarme a los imprevistos y llegar a la meta.